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Nerón: el retorno del hombre nuevo

 

Reseña por Nicko Stea.

Hay obras que no se miran: se atraviesan. Y hay noches en que el teatro deja de ser un refugio para convertirse en una experiencia física, casi ritual, donde la incomodidad, el vértigo y la curiosidad se mezclan con la fascinación por lo que aún no tiene nombre.

Así fue mi encuentro con Nerón: el retorno del hombre nuevo, una creación de Literatura Tropical con dramaturgia de Alejandro Mahave y dirección de Alfredo Germys.

No terminé de leer el libro digital antes de ir (ese bonus exquisito que acompaña la entrada, un gesto que ya dice mucho de la propuesta: el teatro como extensión literaria). Así que me lancé sin red.
Llegué al espacio —un lugar que no parece teatro, sino un galpón suspendido en otra dimensión— con la sensación de estar entrando a un rito más que a una función. La noche lluviosa, casi cinematográfica, fue cómplice del misterio: la humedad en el aire, las luces apenas visibles, los cuerpos esperando en silencio, como si algo estuviera a punto de ocurrir, pero nadie supiera exactamente qué.

Y sucedió.
Los zumbidos comenzaron a crecer. Sonidos eléctricos, metálicos, casi insoportables. La música de Guido Moussa no acompaña la escena: la violenta. Vibra. Se mete en el cuerpo y te obliga a respirar distinto. Esa primera sensación sonora me hizo entender que estaba ante una obra que no buscaba agradar, sino perturbar.

En ese momento, comprendí el subtítulo del texto: “ópera grotesca”. Lo grotesco no sólo como estética, sino como condición: un lenguaje donde lo sublime y lo abyecto conviven, se rozan, se contaminan.


Desde el comienzo, Nerón nos coloca en un espacio no convencional.
No hay butacas. No hay distancia. O estás de pie o te sentás en el suelo, entre cartones, casi dentro del escenario. Esa decisión no es un capricho: es un dispositivo político y sensorial. El espectador ya no es observador: es testigo. Es parte de la ruina, del circo, del imperio que arde.

En la Roma que propone Mahave, “punk, decadente y reciclada por el trash revival de los 80” Nerón no gobierna: compone, canta, copula, duda y se incendia.

La puesta materializa ese universo de manera orgánica: cables expuestos, luces duras, vestuarios reciclados, una estética de caos coreografiado. Lo sucio, lo ruidoso, lo incómodo: todo vibra en una armonía distorsionada.
Hay algo de ritual performático, de teatro posdramático, de happening que estalla en poesía carnal.

La dirección de Alfredo Germys es precisa y salvaje a la vez.
Sabe lo que quiere mostrar, pero sobre todo, sabe lo que quiere provocar. No busca la representación sino la invocación. Sus actores no interpretan: se ofrecen al fuego.

  • Juliana Stella es un Nerón hipnótico. Su cuerpo, a medio camino entre la androginia y el éxtasis, oscila entre el emperador y el artista, entre la criatura y el dios. Tiene una fisicalidad que traduce la tensión del texto: poder, erotismo y destrucción.

  • Agustina Bartoli, como La Muerte, se mueve con una serenidad inquietante. Es oráculo, sombra y destino. Cada palabra suya parece escrita en el aire antes de decirse.

  • Franco Greve, en el papel de Corneta, introduce un contrapunto casi brechtiano: humor, crítica, burocracia delirante. Su presencia genera fisuras por donde entra el absurdo.

  • Y Angelina Carissimo, interpretando a Agripina y Popea, es pura electricidad. Su trabajo corporal es brutal y poético. Pasa de la madre oráculo a la amante ambiciosa con una fluidez tan animal como sagrada. Debo detenerme aquí, porque hay algo profundamente emotivo en verla. La vi crecer en escena, desde chica, y hoy verla mujer, en su potencia absoluta, me produce una mezcla de orgullo y admiración. Su entrega es total: una actriz que encarna con alma, cuerpo y voz la dimensión ritual del teatro.

Mahave no escribió una historia: escribió una invocación.
El texto es un cuerpo que sangra ideas, imágenes, pulsos.
En sus páginas, Nerón es artista, parricida y performer; Agripina es la madre falo, la loba que lo engendra y lo devora; Popea es deseo con perfume de poder; Corneta, el bufón-burócrata que traduce el delirio del imperio

Leer el texto (o escuchar fragmentos en escena) es asistir a una misa profana donde el poder y el sexo son la misma cosa. Donde la política es performance y la performance es política.

“Roma es Chaco, es Buenos Aires, es cualquier imperio en ruinas”, escribe Germys en uno de los textos del libro y la frase cobra vida en cada respiración de los actores.

Ver Nerón es presenciar un acto de destrucción creativa.
Una obra que dinamita la forma clásica, que transforma el espacio y el cuerpo en campos de batalla.
La estética punk se cruza con la tragedia griega; la poesía con la carne; el mito con la marginalidad.
No hay moraleja. No hay catarsis apacible. Lo que hay es un banquete de excesos donde la única salida es dejarse atravesar.

Cuando Germys escribe que “el teatro es una máquina de guerra tropical capaz de hacernos creer que todavía se puede parir un mundo nuevo desde el barro, la sangre y la risa”, define también la potencia política del arte contemporáneo: el teatro no cambia el mundo, pero nos cambia a nosotros.

Lo que Nerón propone no es una historia: es una experiencia liminal.
Desde lo sonoro hasta lo visual, desde la cercanía física con los actores hasta la vibración del suelo, todo nos recuerda que estar presentes es un acto político.
Y en tiempos donde el teatro muchas veces busca complacer, esta obra se atreve a incomodar, exigir, invocar.

Por eso salí temblando, pero también agradecido.
Agradecido de vivir en una ciudad que todavía produce teatro de esta magnitud, que se anima a la poética del riesgo, que defiende la experimentación con una seriedad casi mística.
Y sobre todo, agradecido por haber sido testigo de un elenco que entiende que hacer teatro no es reproducir, sino crear desde la herida.

Como decía Heiner Müller, “el teatro es el lugar donde el pasado se encuentra con el futuro y se destruyen mutuamente”.
Eso exactamente sucede en Nerón, el retorno del hombre nuevo: Roma se incendia otra vez, y de sus cenizas brota un teatro que respira, que arde, que late como un corazón eléctrico en la oscuridad.

Recomiendo verla mil veces.
Porque no se trata de una obra que se entienda, sino de una obra que se encarna.
Y en esa encarnación —dolorosa, punk, luminosa—, el arte vuelve a ser lo que siempre fue: una forma de resurrección.




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