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CLEMENTINA, LA HERIDA MISMA NO SABRÍA SER TAN DULCE



RESEÑA POR NICKO STEA.

Adaptación y dirección: Agustín Patiño
Actúan: Belén Cuéllar (La novia) y Rebeca Gauna (La madre)
Técnica: Magnus Iturrioz Parra

Clementina, la herida misma no sabría ser tan dulce es de esas experiencias que dejan huella. Una relectura sensible y audaz de Bodas de sangre de Federico García Lorca, donde la tragedia se destila hasta lo esencial. Ya no están los hombres, ni el triángulo amoroso, ni el pueblo que murmura. Solo quedan ellas: la madre y la novia, dos cuerpos suspendidos en el tiempo, unidos por una misma herida: la muerte.

Desde el inicio, el silencio envuelve. Una voz en off —casi un conjuro— nos introduce en una atmósfera ritual. No se trata de un prólogo narrativo, sino de una invocación: las palabras resuenan como si Lorca hablara desde otro plano, recordándonos que “en la sangre se escribe el destino”. Sentí la piel erizarse. Algo profundo, ancestral, empezaba a latir en ese espacio contenido y oscuro, donde la luz se volvía un personaje más.

Patiño propone una puesta donde el dolor se vuelve movimiento. La escena, despojada y precisa, respira con las actrices. Las luces no ilustran: acompañan los pulsos internos, las sombras, los silencios. La música —cuidada con una sensibilidad cinematográfica— opera como memoria y detonante. Su elección no es casual: el director toma sonidos de la serie Jóvenes Altezas y una canción de Billie Eilish para construir una sonoridad moderna que dialoga con lo trágico. Esa mezcla entre lo clásico y lo contemporáneo potencia la universalidad del drama lorquiano: el deseo y la muerte siguen siendo los mismos, aunque cambien los acentos y los tiempos.

El gesto de Patiño no es simplemente adaptar, sino revelar lo invisible de Bodas de sangre. En sus palabras, “quise dejar de lado el triángulo amoroso para centrarme en las particularidades mentales y emocionales de la madre y la novia”. Esa decisión dramatúrgica le da al montaje una profundidad psíquica notable: la obra ya no gira en torno a la culpa o la traición, sino a los mecanismos del dolor, a la herencia de las heridas, a la imposibilidad de escapar de lo que se lleva dentro.

Belén Cuéllar construye una novia compleja, entre la represión y el deseo. En su proceso —según comparte—, partió de la música, del ritmo, del impulso sonoro. Y eso se nota: su cuerpo es puro tempo. Se expande, se encoge, tiembla, respira con la escena. Hay una tensión entre la libertad que busca y la que no se le permite. Es un cuerpo que recuerda y a la vez quiere olvidar. Su llanto no es efecto: es memoria emotiva, verdad escénica.

Rebeca Gauna, por su parte, encarna una madre sostenida por las normas, la religión y la pérdida. Su trabajo parte de la resistencia, del deber, de la represión emocional. Pero cuando la grieta se abre, el dolor la arrasa. Su tránsito es poderoso: pasa de la rigidez al desgarro con una honestidad que conmueve profundamente. Rebeca misma reconoce la dificultad de habitar un texto clásico, pero en escena logra hacerlo propio, volviendo a Lorca carne viva.

Ambas actrices crean una dialéctica sin necesidad de enfrentarse. Madre e hija simbólicas, espejo y sombra una de la otra, representan lo femenino atrapado entre el mandato y la pasión. Lo que en Lorca era tragedia colectiva, aquí se vuelve tragedia íntima. Es el duelo de todas las mujeres que han debido callar su deseo para sobrevivir, y que aun así sangran por dentro.

Federico García Lorca decía que “el teatro es poesía que se levanta del libro y se hace humana”. En Clementina, esa afirmación cobra vida. Pero también podría pensarse desde Antonin Artaud y su “teatro de la crueldad”: un teatro que no busca representar, sino hacer sentir. Porque aquí no se actúa el dolor: se encarna. Cada respiración, cada lágrima, cada silencio es parte de una verdad compartida entre escena y público.

Patiño demuestra una dirección madura, amorosa y precisa. Su trabajo revela un conocimiento técnico sólido y una sensibilidad poética rara en los inicios de una carrera. Sabe escuchar a sus intérpretes, dejar que el cuerpo diga antes que la palabra, permitir que la emoción respire. Lo que consigue es una experiencia total, donde el espectador no “ve” teatro, sino que lo siente.

Al finalizar, el silencio se hace espeso. Nadie aplaude de inmediato. Hay lágrimas. Hay un recogimiento que solo provocan las obras honestas, las que se entregan sin escudo. Clementina es eso: un acto de amor, de entrega, de arte entendido como catarsis.

En tiempos donde lo efímero domina, encontrarse con una propuesta así —íntima, profunda, humana— es un privilegio. Clementina, la herida misma no sabría ser tan dulce nos recuerda que el teatro sigue siendo ese espacio donde la herida puede volverse belleza, donde la muerte puede volverse canto, donde mirar duele, pero también cura.

Porque mirar teatro —y no solo verlo— es dejarse tocar por lo que otros sienten en escena. Es permitir que el dolor del otro se mezcle con el propio, y que de esa mezcla nazca algo nuevo: la emoción compartida que nos recuerda que seguimos vivos.






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